martes, 13 de julio de 2010

VEINTISEIS

Me encantan las tiendas pequeñas donde tienes la sensación de entrar en casa de alguien. Donde parece que sacas las camisetas de su armario y te pruebas sus pendientes. Y me encanta encontrar gangas. Luego, lo proclamo. Me hace sentir genial. Pocas veces es así y acabo pagando ese gusto mío por parecer un vagabundo envuelto en cachemir.




Entre compras, me voy enterando de que se ha roto la paz en el paraíso. Lo que parecía perfecto: ambos compartiendo piso, trabajando en la misma empresa (sin tener que esconderse, … el banco donde Pau trabaja no es una empresa de esas ñoñas que no permiten relaciones entre sus empleados), con las mismas metas y el mismo modo de ver la vida/marcas/vacaciones/decoración, … se está rompiendo. Quizá exagero. No se ha roto, pero cruje.



Veo a mi amiga desilusionada, comprando de forma desmedida, invirtiendo demasiado en ropa interior, maquillaje y cremas. No es que esté en contra de gastar en eso, al contrario. Me parece que es algo que nos hace sentirnos bien, que nos hace estar contentas y seguras, y que nos ponemos todos los días (las cremas y el maquillaje, la ropa interior, la vamos cambiando, claro)



Veo a mi amiga intentando ver normal lo que no siente como tal a través a contármelo de forma intrascendente, pero observa mis reacciones, observa si para mi es normal.



Veo a Pau, a quien yo llamaría El Equilibrio, perdiendo la confianza que yo consideraba crónica.



Cabrón.