martes, 13 de julio de 2010

VEINTIOCHO

Un día aburrido. Uno de los raros días en los que mi trabajo se hace tedioso.




Perder el tiempo es algo que no soporto. Había quedado con Frank para tomar el café de media mañana y me ha llamado para disculparse. No ha entrado nadie, no he conseguido localizar telefónicamente a nadie, no he hecho nada. Así, tooooooooodo el día.



Salgo veinte minutos antes para estar en casa en la franja horaria a la que me llevan la compra. Diez minutos después, me llama Bea.

Bea es mi ayudante en la galería. Al principio me costaba mucho llamarla así. Es mucho mayor que yo, prefería dirigirme a ella como Beatriz. Una vez que ya la conoces, Beatriz no le pega nada. Es Bea. Con su pelo naranja cuidadísimo, su carácter fuerte como el color de su pelo, su caminar delicado, algo forzado, como sabiendo que si pisase con el interior rompería el suelo. Y ella, que me ha consolado, apoyado, encubierto, tantas veces, vuelve a hacerlo.



- Matilde, querida, baja que te están esperando. No te preocupes, que ya no me hace falta que sigas buscando esa agenda, la tengo yo.



Eso tiene que ser JavierPadre. Por diez minutos. Llega a la galería diez minutos antes de cerrar.



Cuando vuelvo a salir, esta vez con 20 minutos de retraso sobre mi hora de cierre, hay un repartidor enfadado volviendo a meter un montón de cajas en una furgoneta mal aparcada. Mil disculpas, una cuantiosa propina, mi mejor sonrisa (que me ha costado revolver todo el bolso para encontrarla y al final estaba en el bolsillo trasero de los vaqueros y ha salido sola al verse observada al subir los escalones del portal) y unas confidencias sobre jefes tocapelotas después, puedo ir sacando los alimentos de las bolsas. Primero los congelados, después los que necesitan frio, …



Hay días en los que no ha pasado nada grave, ni semigrave siquiera. Nada trascendente. Pasa el día y no queda rastro. Pero tienes unas tremendas ganas de llorar.